¿Por qué en ocasiones permitimos que la comida maneje nuestras vidas? ¿De qué huimos cuando recurrimos a la comida como salvo conducto? ¿Qué hace que nos auto saboteemos?
Voy a contarte la historia de (llamémosle) Carla.
Su historia podría ser la de cualquiera de nosotras. De cualquier persona que esté atravesando una situación personal o emocional complicada, y recurra a la comida buscando calmar su voz interior.
Carla lleva años sintiendo que no es dueña de su vida. Aunque, si lo piensa bien, quizás lleve sintiéndose así toda su vida. Y no es que haya alguien o algo que le impida sentirse como ella quiera, o hacer lo que ella decida. Su principal barrera es ella misma. Se siente como un pájaro enjaulado que todavía no ha encontrado la manera de liberarse.
Si se detiene un momento a tomar consciencia de su momento presente, se dará cuenta de que está totalmente desconectada de la persona que habita en su cuerpo. No sabe quién es, de dónde viene y, por supuesto, a dónde se dirige.
Esta “incertidumbre vital” le crea una sensación de malestar continuado. Y este desasosiego no solo se manifiesta en su interior, sino también en su exterior.
No se reconoce en su cuerpo. No le gusta lo que ve frente al espejo. No logra mantener la mirada frente a ese vidrio reflectante sin que de sus ojos broten unas pequeñas lágrimas.
Es por eso, por lo que desde que recuerda, siempre ha mantenido una relación tormentosa con la comida. En ese jaleo vital en el que habita, la comida es de las pocas cosas sobre las que ella siente que puede tener cierto control.
Cuando come, siente que esa vocecilla interior que no la deja tomar aire, reduce su frecuencia y le permite respirar.
Tras ingerir una serie de alimentos muy palatables, toda la atención que se dirigía a sí misma, a su mente, a su ego, ahora se dirigen a su cuerpo, experimentando una sensación de bienestar inmediato que la mantiene en una dinámica tóxica.
Después de recurrir a la comida de forma precipitada, urgente y sin tomar consciencia del momento presente, siente nuevamente ese vacío que, durante unos momentos, creyó haber tapado.
Las emociones que experimenta después (culpa, malestar) hacen que se prometa a sí misma que no volverá a ocurrir. Que a partir de ese momento será más estricta con los alimentos que ingiere. Que no se permitirá.
Pero de algún modo y sin apenas darse cuenta, siempre vuelve a estar inmersa en este bucle emocional.
Somos seres emocionales y, como tal, la comida también desencadena en nosotras una respuesta emocional.
Hay una serie de mecanismos de recompensa y satisfacción que tienen lugar en nuestro cerebro tras ingerir alimentos. Y, en este sistema de recompensa, algunos alimentos tienen más peso que otros, por ese motivo solemos recurrir a alimentos con mayor contenido en azúcares, grasas o sal.
Establecemos una relación emocional con la comida desde niños.
Cuando somos bebés, buscamos calma a través de la leche de nuestras madres. A medida que vamos creciendo, la comida se convierte en un tira y afloja. En un sistema de premio y castigo. De esta manera, aprendemos que cuando las cosas nos salen bien, obtendremos el premio del dulce y nos invadirá una sensación de felicidad.
Asociamos pues, lo dulce, lo goloso, con la felicidad y el bienestar. Y toda esta información se quedará almacenada en nuestro centro de memoria cerebral.
De mayores, ante determinadas situaciones o emociones que estamos experimentando y que provocan en nosotras una sensación desagradable, conectamos con esa sensación placentera que nos trae al presente nuestro hipocampo y, por supuesto, nos agarramos a ella como a un clavo ardiendo.
Volvamos a la historia de Carla.
Ella busca a través de los alimentos tener el control de su vida, porque siente que lo ha perdido o que nunca lo ha tenido. Y culpa a la comida de su malestar.
El problema es que no se ha parado a pensar en lo que le está ocurriendo. En cuáles son esas emociones, acciones o situaciones que le provocan ese desasosiego interno y le llevan a actuar de esa manera.
No se ha detenido a analizar qué es lo que precisa para “tapar ese vacío”, aunque permíteme decirte que la respuesta nunca la encontrará en el exterior, sino en su interior.
Pero claro, coger el paquete de galletas y comerlo de una sentada es mucho más rápido, accesible y menos doloroso que detenerme, escucharme y atender a mis necesidades reales que, rara vez tienen que ver con la comida, sino que son esas necesidades emocionales: un abrazo, unas palabras de cariño, un tiempo para mí, una ayuda…
Con la newsletter de hoy pretendía darle voz a una de las muchas historias que nos suceden (sobre todo a las mujeres) en relación con nuestra hambre emocional.
Si sientes como propia alguna de estas letras que aquí plasmo, he de decirte que no estás sola y que sí, es posible salir de ese bucle tóxico y sanar tu relación con la comida.
Empieza tratándote con más cariño y compasión. Lo que estás haciendo es lo que puedes hacer con las herramientas que tienes ahora mismo.
Pide ayuda a un profesional que pueda entender tu caso, para que poco a poco puedas ir haciéndote con una maleta más y más grande de recursos que te ayuden a sanar tu relación contigo misma y ser esa persona que deseas ser.
La historia de Carla es un relato ficticio.