Al igual que un coche necesita gasolina para estar en movimiento, nosotros también necesitamos nuestro propio combustible para vivir.
A lo largo del día consumimos una gran cantidad de energía estando en reposo tanto físico como mental. Es la energía que necesita nuestro organismo para mantener sus funciones básicas. Es lo que se conoce como gasto energético basal y supone hasta un 60% de nuestro gasto energético total.
Cuando realizamos cualquier tipo de actividad física que requiera movimiento corporal o cuando practicamos deporte, obviamente este consumo energético aumenta. Es lo que se conoce como termogénesis por actividad física, y representa hasta un 20-30% de nuestro gasto energético total.
Nuestro organismo emplea principalmente 2 tipos de combustibles: los azúcares y las grasas.
La grasa es el combustible más eficiente, ya que cada gramo de grasa corporal acumula 9 Kcal, mientras que cada gramo de azúcar acumula 4 Kcal. Por lo tanto, es fácil deducir que podremos obtener más energía con la combustión de las grasas que con la de los azúcares.
El problema radica en la dificultad que tenemos de acceder a ellas.
Una pequeña parte de estos combustibles se encuentra circulando libremente por la sangre. Pero la gran mayoría se encuentran almacenados en nuestros órganos y tejidos.
El glucógeno: la reserva de azúcar
La glucosa que obtenemos a partir de los alimentos se encuentra almacenada en forma de “ovillos de glucosa” llamados glucógeno, en el hígado y en los músculos.
Cuando bajan nuestros niveles de glucosa en sangre, se pone en marcha un mecanismo para deshacer ese ovillo de glucosa y liberar glucosa a la sangre.
Los músculos por su parte también almacenan glucosa en forma de glucógeno, pero la glucosa que liberan solamente la emplean ellos mismos cuando por ejemplo practicamos ejercicio físico.
En el hígado y en los músculos se almacena un total de unos 700 g de glucógeno.
Si recuerdas, cada gramo de glucosa nos aporta 4 kcal, por lo tanto, tenemos una reserva de energía en forma de glucosa de unas 2800 Kcal, lista para ser consumida de manera rápida.
¿Y qué ocurre cuando nuestras reservas de glucógeno se “agotan”? Pues que entra en acción el segundo gran protagonista de nuestra historia, la grasa.
El papel de la grasa
Durante las épocas de hambruna, nuestra grasa corporal ha sido la encargada de proporcionar energía cuando no disponíamos de comida durante mucho tiempo. Por lo tanto, ha sido clave para la supervivencia de nuestra especie.
Además de almacenar energía, las grasas desempeñan otras funciones fundamentales: generan las membranas celulares, rodean nuestras vías nerviosas, transportan vitaminas liposolubles, nos protegen contra el frío, etc…
Las reservas de grasa se localizan bajo nuestra piel (grasa subcutánea), recorriendo todo nuestro cuerpo, pero centrándose principalmente en nuestro abdomen, muslos y glúteos.
Luego estaría la grasa abdominal, que es la que recubre nuestros órganos internos y es la que deberíamos tener bajo control por su elevado riesgo cardiovascular.
Al igual que ocurría con las moléculas de glucosa, las moléculas de ácidos grasos también se encuentran almacenadas en nuestro tejido graso, pero esta vez en forma de triglicéridos.
Cada gramo de grasa almacena unas 9 Kcal, como comentaba más arriba. Si un adulto tiene de media unos 14 Kg de grasa corporal, ¡tendría unas 126.000 Kcal almacenadas en forma de energía! Esto le daría para sobrevivir unos cuantos días.
¿Qué nos está ocurriendo?
Como comentaba al inicio, cuando ingerimos alimentos ricos en carbohidratos, estos se descomponen en moléculas más simples de glucosa y se almacenan en nuestro hígado y músculos gracias a la acción una hormona llamada insulina. Pensemos en esta hormona como una llave que abre las células de nuestros tejidos y da paso a las moléculas de glucosa.
Cuando en nuestra sangre se libera más glucosa de la que somos capaces de almacenar, la insulina, que es bien lista y sabe los problemas que acarrea tener niveles elevados de glucosa en sangre, coge ese excedente de glucosa y lo almacena como grasa (es lo que se conoce como neolipogénesis).
Por lo tanto, nos encontramos ante una doble situación:
· Por un lado, en la sociedad actual consumimos muchas más fuentes de carbohidratos de las que nuestro organismo necesita, rebasando esa capacidad de almacenaje de glucosa de nuestro cuerpo.
· Por otro lado, la poca actividad física que realizamos emplea como fuente energética la glucosa, que es el combustible al que nuestro organismo tiene más fácil acceso y, como esta siempre está ahí presente y en cantidades elevadas, no le damos opción a nuestro organismo de quemar nuestras reservas de grasa.
Por lo tanto, la solución ante esta tesitura se basa, una vez más, en comer mejor y practicar más actividad física.
¿Y tanto rollo para llegar a las conclusiones de siempre? – pensarás.
Pues sí. Debemos hacernos cargo de aquello que esté en nuestras manos. Y lo que nos llevamos a la boca y lo que nos movemos, depende exclusivamente de nosotros.
Podemos por ejemplo empezar por tomar conciencia de la cantidad de carbohidratos que consumimos a lo largo del día y, poco a poco ir eliminando esas fuentes de “azúcares rápidos” que tienen efectos nocivos para nuestra salud y quedarnos con las fuentes más saludables de carbohidratos complejos:
– Verduras y hortalizas
– Frutas
– Cereales en formato integral y derivados
– Legumbres
Estos tipos de carbohidratos son los que contienen fibra, y es precisamente esta fibra la que ayuda a que la glucosa de este tipo de alimentos se absorba de forma mucho más lenta, por lo tanto, el pico de insulina también será más bajo y la sensación de saciedad durará mucho más tiempo.
Por otro lado, incrementemos nuestra actividad física diaria. Para ello es importante llegar a esos 10.000 pasos diarios e incorporar actividad física tanto aeróbica como anaeróbica (de fuerza) a lo largo de la semana.
Pensemos que el entrenamiento de fuerza genera más masa muscular y esa masa muscular es precisamente la auténtica “quemagrasas” (y no esos productos que nos venden por la tele).